Magnífica exposición la que se ofrece en el Museo del Prado desde el pasado 28 de mayo hasta el próximo 15 de septiembre. Guido di Pietro da Mugello nace en esta localidad, cerca de Florencia, en 1387. Al ingresar en el convento de los dominicos en Fiésole, en 1407, toma el nombre de Giovanni da Fiésole. Pinta para este y otros conventos y monasterios y, al pasar el de San Marcos de Florencia a los dominicos, lo convierte en un auténtico museo. El papa Eugenio VI le encarga la decoración de la capilla del Santísimo Sacramento, en el Vaticano, que será derribada en el siglo XVI, por lo que aquellos frescos se perdieron. Renuncia a ser nombrado obispo, porque consideraba que predicaba mejor con la imagen que con la palabra, y fallece en Roma en 1455, a donde se había trasladado un año antes para trabajar en otros encargos papales. 

Fra Angelico es una de las figuras más insignes del tránsito del gótico al humanismo, pinta tablas y frescos, tal vez se inició como miniaturista –abunda el uso del pan de oro en sus obras– y parece que su primer maestro fue el monje benedictino Lorenzo Monaco. Las escasas noticias sobre su formación artística dieron pie a la leyenda de que su inspiración era  casi divina y de que no necesitaba retocar sus obras. El excelente documental –se puede ver al final de la exposición–, sobre la restauración de La Anunciación y la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, una de las joyas del Prado, deshace el mito, pues se muestra cómo planificaba, rectificaba, cambiaba y trabajaba con gran minuciosidad. 

Su pintura tiene una honda riqueza teológica, lo que le valió el apelativo de Fra Angelico en concomitancia con santo Tomás de Aquino, el doctor angélico, también dominico. Esto se expresa en la pintura con el dominio de la luz y de la perspectiva, y también se puede destacar el carácter que podríamos calificar de narrativo de bastantes de sus obras, algunas con gran número de ángeles, figuras humanas, animales, etc., como puede observarse en varias tablas de predelas como las del retablo mayor de San Domenico de Fiésole, traídas de la National Gallery. Además de obras de Fra Angelico, del Prado y de otros museos y colecciones, se exponen algunas de otros pintores de aquella época de transición, como Uccello, Lippi, Masaccio, así como esculturas de Donatello, Brunelleschi y otros maestros del arte florentino de aquel momento grandioso para las bellas artes. Una exposición luminosa, que deja un poso de esperanza y de dicha.

Luis Ramoneda

Del 18 de junio al 22 de septiembre de 2019

Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

Del 18 de junio al 22 de septiembre, el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presenta una exposición que vincula la creación de Cristóbal Balenciaga, el diseñador de moda más admirado e influyente de todos los tiempos, con la tradición de la pintura española de los siglos XVI al XX. Se trata de la primera gran exposición dedicada al modisto vasco que se presenta en Madrid en casi 50 años y la primera que reúne, junto a sus diseños, una selección de cuadros de grandes nombres de la historia del arte español, una de sus principales fuentes de inspiración.

La muestra está comisariada por Eloy Martínez de la Pera, quien ha seleccionado para la ocasión un total de 90 piezas de indumentaria, muchas de ellas nunca antes expuestas, y un excepcional conjunto de 55 cuadros, entre los que destacan obras de El Greco, Velázquez, Murillo, Carreño de Miranda, Zurbarán, Goya, Madrazo o Zuloaga.

El recorrido por las salas sigue un itinerario cronológico a través de las pinturas, a las que acompañan los vestidos vinculados a cada estilo o a cada pintor. Conexiones basadas en elementos conceptuales, en formas y volúmenes, en complicidades cromáticas, que dan lugar a un fascinante diálogo entre moda y pintura, entre la creatividad del genial modisto y sus fuentes de inspiración.

El proyecto cuenta con la colaboración de Herbert Smith Freehills y Las Rozas Village.

La exposición «Perversidad», eje del curso de primavera 

Un año más ponemos en marcha nuestro curso de primavera vinculado a nuestra exposición temporal. En esta ocasión, ¿Malditas o poderosas? Relatos del arte moderno en femenino, en el que se analizará los estereotipos y modelos femeninos difundidos por el arte de vanguardia desde la perspectiva más especializa del ámbito profesional y académico hasta una visión desde la crítica de arte. La actividad es gratuita hasta completar aforo previa inscripción en el mail reservas@carmenthyssenmalaga.org. Con la Colaboración de la Fundación Unicaja.

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La escritora María Dueñas y la obra Baile Flamenco de Ricard Canals

La obra de la Colección Carmen Thyssen Baile Flamenco del pintor Ricard Canals i Llambí sirvió de excusa a la escritora María Dueñas para su intervención en la VI edición del ciclo Miradas de escritor, y su vinculo con su novela Las hijas del capitán, en la que se narra la inmigración que realizaron los españoles a la ciudad de Nueva York a principios del siglo XX. Con la colaboración de la Fundación José Manuel Lara.

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Balthus

Del 19 de febrero al 26 de mayo de 2019

Museo Nacional Thyssen-Bornemisza 

El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza presenta en sus salas una exposición retrospectiva del artista francés Balthasar Klossowski de Rola (1908-2001), conocido como Balthus, organizada conjuntamente con la Fondation Beyeler en Riehen/Basilea, donde ha podido visitarse hasta enero de 2019, y con el generoso apoyo de la familia del pintor.

Considerado uno de los grandes maestros del arte del siglo XX, Balthus es sin duda también uno de los pintores más singulares de su tiempo. Su obra, diversa y ambigua y tan admirada como rechazada, siguió un camino virtualmente contrario al desarrollo de las vanguardias. El propio artista señaló explícitamente algunas de sus influencias en la tradición histórico-artística, de Piero della Francesca a Caravaggio, Poussin, Géricault o Courbet. En un análisis más detenido, se observan también referencias a movimientos más modernos, como la Nueva Objetividad, así como de los recursos de las ilustraciones populares de libros infantiles del siglo XIX, como Alicia en el País de las Maravillas. En su desapego de la modernidad, que podría calificarse de ‘posmoderno’, Balthus desarrolló un estilo figurativo personal y único, alejado de cualquier etiqueta.

Comisariada por Raphaël Bouvier, Michiko Kono y Juan Ángel López-Manzanares, la exposición, primera monográfica que se presenta en España en más de veinte años, reúne 47 obras, en su mayoría pinturas de gran formato, que cubren todas las etapas de su carrera desde la década de 1920. La selección incluye algunas de sus obras más importantes como La calle (1933), que se verá en España por primera vez,  La toilette de Cathy (1933), Los hermanos Blanchard (1937), o Thérèse y Thérèse soñando, ambas de 1938 y magníficos ejemplos de sus polémicos retratos de jóvenes adolescentes.

Desde el 11 de febrero, El martirio de san Andrés (c.1638-1639), de Peter Paul Rubens, estará en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza como “obra invitada”, colgado en el hall central del Palacio de Villahermosa. Este óleo sobre lienzo fue encargado para el altar mayor de la iglesia del antiguo Hospital de San Andrés de los Flamencos, origen de la actual Fundación Carlos de Amberes, por Jan van Vucht, un flamenco representante de la imprenta Plantin-Moretus de Amberes que residía en Madrid.

La obra ha permanecido en poder de la Diputación del Hospital de San Andrés desde que Jan Vucht lo donase a su muerte en 1639. En el siglo XIX, pasó temporadas en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial y en la Real Fábrica de Tapices. A lo largo del siglo XX, el lienzo fue objeto de intentos de venta y de compra, sobrevivió a la Guerra Civil y estuvo en el Museo del Prado hasta 1989. Desde 1992, está en la Fundación Carlos de Amberes.

Se trata de una obra maestra de la última época del artista y en ella se aprecian las características propias de su estilo, particularmente, su excepcional composición, las expresiones y los gestos de los personajes, el exquisito dinamismo barroco y la asombrosa claridad narrativa. Rubens da rienda suelta a la paleta de color con pinceladas libres claramente influenciado por Tiziano. Destaca asimismo el marco original, –realizado según los dictados del artista– y encargado a Abraham Lers y Julien Beyma, ambos al servicio de Felipe IV. En cuanto a la iconografía, el pintor recoge el momento en el que Egeas, procónsul de la provincia romana de Acaya, encarceló y colgó de la cruz a san Andrés tras enterarse de la conversión al cristianismo de gran parte de la población de Acaya, entre ellos, su mujer. Durante su martirio nunca dejó de predicar y la multitud no tardó en amotinarse contra Egeas, quien trató entonces de liberar a Andrés, pero este se negó.

El martirio de san Andrés se une en el Museo Thyssen a otros cuadros del maestro holandés pertenecientes a la colección Thyssen-Bornemisza, como son La ceguera de Sansón, Venus y Cupido, Retrato de una joven dama con rosario y La Virgen con el Niño, santa Isabel y san Juan Bautista.

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EXPOSICION “BECKMANN, figuras del exilio”

Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid

Hasta el 27 de Enero de 2019

 

BECKMANN O LA LUCHA CONTRA LA ADVERSIDAD

Extraordinaria retrospectiva dedicada gran pintor alemán Max Beckmann (1884-1950), uno de los puntales estéticos de las vanguardias centroeuropeas la que podemos contemplar en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid, cuya trayectoria vital estuvo marcada por las difíciles circunstancias de la Alemania de entreguerras.En efecto, Beckmann, que pudo pintar con total libertad durante la República de Weimar, pasó a convertirse , como otros tantos artistas de vanguardia alemanes, casi un proscrito, al ser considerado por el nazismos como un “artista degenerado”.Beckmann,  que no escapó inmediatamente de Alemania sino que se oculto en Berlín hasta finales de los años 30, pasó a exiliarse a Holanda, que fue invadida en 1940 por la Alemania hitleriana. Beckmann prosiguió así su calvario personal, pero a favor suyo puede decirse que jamás cesó de pintar en una denodada lucha para mantenerse erguido y “libre” como hombre y como artista, si bien los años de la ocupación alemana en Holanda fueron particularmente duros.Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, Max Beckmann volvió a exiliarse a Nueva York, donde continuó pintando.A lo largo de esta completísima y variada exposición asistimos a la evolución de su obra y estilo pictóricos, obra que fue ensombreciéndose en su colorista estilo por su convulsa y amarga experiencia vital.Esta evolución se nos presenta perfectamente documentada, dividida por etapas temáticas: un pintor en una Alemania confusa, figuras del exilio, el principio, máscaras, Babilonia eléctrica, el largo adiós y el mar.En definitiva, una excelente exposición dedicada a un artista de gran poder creativo, cuya estética podrá gustar más o menos al observador, pero que indudablemente no nos deja  nunca indiferentes y nos muestra a un pintor sólido y muy representativo del expresionismo y de las vanguardias europeas del siglo XX.Muy recomendable.

LUIS AGIUS

 

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Contemplar un Vermeer es escuchar la música del silencio. La luz, el color, la perspectiva, el “aire” de sus lienzos, que representan casi siempre escenas domésticas, privadas e íntimas, invitan al observador a la contemplación silenciosa y le animan a querer penetrar en el cuadro para disfrutar de la serenidad que transmite y, también, por qué no, a la meditación y al retorno a un remoto pasado. Sin embargo, pese a este silencio pictórico en que lo musical parece no tener lugar para el espectador, la música no le es ajena al gran pintor de Delft, uno de los más grandes maestros del primer Barroco.
En efecto, Johannes (Jan) Vermeer (1632-1675) hombre reservado, católico rodeado de protestantes, hijo de un marchante de cuadros y uno de los pintores más sutiles en el manejo de la luz (con el consabido uso de la “cámara oscura”) y el color (en suaves tonalidades cálidas o frías) y poseedor de una calculadísima técnica de diminutas pinceladas, fue un gran amante de la música. De esta afirmación tenemos una prueba razonable en que de sus escasos y magníficos 35 lienzos catalogados, alrededor de más de un tercio, entre los que destacan La clase de música interrumpida (1660-61), Mujer de pié tocando un virginal, El concierto (1665-66), La clase de música, Mujer sentada tocando el virginal (1673), Mujer con guitarra (1672) y Mujer tocando el laúd junto a la ventana (1664), presentan motivos musicales inequívocos, generalmente estáticas figuras femeninas en interiores domésticos: lecciones de canto, personajes que tocan en un consort camerístico, toda una amplia gama de instrumentos de cuerda (laúd, viola da gamba, una primitiva ”guitarra”…) y tecla (virginal) y un único de viento-madera (una flauta barroca “a bec”) y un sorprendente “trombón” natural en el cuadro El arte de la pintura.

La Música, por tanto, está físicamente representada en la obra pictórica de Vermeer como un elemento más del tranquilo discurrir de los días en el siglo XVII y, sin embargo, extrañamente no está representada pictóricamente ni como una alegoría festiva o simbólica protagonista del cuadro, ni se le rinde homenaje, se la ensalza o es metáfora de un “algo más” oculto, como era por otro lado natural en otros grandes maestros del pasado o de la época (Tiziano, Caravaggio, Poussin, Rembrandt).

Los elementos y las escenas musicales que representa y los instrumentos que dibuja son para Vermeer un mero pre- texto para mostrarnos la serena y recoleta vida de su tiempo en los Países Bajos, una época y una sociedad volcada en lo íntimo, lo privado, incluso lo secreto (sociedad que, por cierto, la ambición belicista del arrogante y despótico Luis XIV rompió en mil pedazos con una brutal invasión militar de Holanda, que supuso el comienzo de la ruina económica de Vermeer hasta el final de sus días).
En todo caso, parece evidente que los personajes que Vermeer pinta parecen obligados a recluirse o aislarse en sus acogedoras casas holandesas (rodeadas de porcelanas, tapices, cuadros e instrumentos musicales), que aparecen en los lienzos del gran maestro como espacios “de silencio”. Esos personajes que practican o cultivan la música en lo íntimo de su hogar lo hacen “en silencio”, tocan música que no es audible por supuesto, pero ni siquiera imaginable para el espectador. No hay, pues, sinestesia, ni imagen mental sonora. Lo que nos llega es una admirable paz, una atmósfera íntima y solo tiempo después de haber aban- donado la contemplación de estos lienzos, una pavana de Sweelinck o quizá las Variaciones Goldberg de Bach (muy posteriores a Vermeer), pueden surgir de la visión de un cuadro del gran pintor holandés.

Al mirar un Vermeer, no escuchamos la música de Sweelinck, ni la de Cornelis Schuyt, Buns, van Noordt ni una pavana de Dowland o quizá algún madrigaletti de Rossi. Por contra, contemplar un Vermeer nos aporta un eterno presente silencioso, incluso cuando vemos en uno de sus más originales y “modernos” cuadros a una mujer siem- pre elegantemente ataviada y enjoyada, que afina su laúd a media luz; o mejor entre la sombra y la luz, a punto de ofrecernos una delicada y melancólica tonada que nunca llegará a nuestros oídos y a la par, ofreciéndonos eterna- mente una delicada y silenciosa escena, captada a hurtadillas.
Nunca en la historia de la pintura un pintor tan melómano como podemos suponer que fue Vermeer, por su soberana sensibilidad artística, rindió tan gran tributo al silencio en su pintura, rindiéndolo a la vez a la música. Así, para nuestra sorpresa, en la tapa de uno de sus extraordinarios virginales, detalladamente pintados, puede leerse en latín (convenientemente ampliada) esta inscripción: “La Música es compañera de la alegría y bálsamo contra el dolor”. Nunca el silencio ha sido, gracias a un pintor, tan sencillo de escuchar.

“Solo por una rara combinación de técnica y hondura de sentimiento pueden el artista o el poeta lograr esa belleza que es afín al éxtasis que los santos ganan con la oración” (William Somerset Maugham)

Dos grandes escritores, distintos y distantes en el tiempo y en su estilo, el francés Théophile Gautier y el británico William Somerset Maugham, quedaron, sin embargo, fascinados y glosaron en sendos deliciosos e instructivos ensayos (Gautier: Murillo, le peintre de Seville, 1858; Somerset, Zurbarán, 1950) las virtudes y la espléndida factura de la obra de dos excepcionales maestros de la pintura española: Francisco de Zurbarán (1598-1664) y Bartolomé Esteban Murillo (1618-1682). Gautier se vio atraído por la Gracia, es decir, la ternura, el colorido, la belleza grácil y volátil de las vírgenes y los ángeles del genial Murillo, ensalzando también su espléndido y sutil realismo (precursor de la pintura realista francesa del XIX). Por su parte, Somerset quedó subyugado por la Gravedad, entendida como la severidad, la magnificencia, la austeridad y el dramatismo de Zurbarán, maestro incontestable y absolutamente convincente.

Estos dos excelsos artistas constituyen las cimas más sobre- salientes de la pintura española del Siglo de Oro, si exceptuamos la colosal figura de Velázquez, pintor de pintores (ahí está la admiración sin límites que Picasso y Dalí sentían por el gran sevillano, universalmente extensible) y la no menos trascendente de Ribera, maestro sin igual del oficio barroco de pintor, que desarrolló su labor en Nápoles, muy influenciado por el gran Caravaggio, genio del clarooscuro.

A su vez, en lo concerniente a la Música, podemos trazar un paralelismo muy evidente entre Zurbarán y Murillo y otros dos supremos compositores si retrocedemos en el tiempo (no demasiado) y nos sumergimos en la grandiosa arquitectura polifónica de Tomás Luis de Victoria (1548-1611) y en la etérea y bellísima polifonía de Cristóbal de Morales (1500-1553). La Gravedad y la Gracia (tal como tituló uno de sus libros la gran escritora y pensadora francesa Simone Weil) se aprecian, se perciben y se palpan en la música y la pintura de estos excepcionales maestros. Por un lado, la sensibilidad y la ligereza nunca frívola sino grácil de Morales/Murillo frente a la gravedad imponente y turbadora de Victoria/Zurbarán. Pero reflexionemos sobre las diferencias (y las similitudes) entre los grandes pintores, que nos llevan a trazar posteriormente ese paralelismo musical.

En efecto, cuando en el caso de Zurbarán nos referimos a su “gravedad”, sin duda, estamos poniendo de manifiesto su sobria religiosidad, su efecto fascinante sobre el observador, que siente ante la contemplación de cualquiera de sus grandes lienzos de tema sacro, un poder sombrío, una austera majestuosidad, un dolor lacerante, una imponente religiosidad y, paradójicamente, una extrema visión terrenal de lo religioso. En Murillo, por el contrario, el espectador percibe un volátil y aéreo misticismo, una trascendencia sobrenatural cautivadora, llena de encanto y ternura. A la sobriedad en la gama de matices y colores en Zurbarán y su potente claroscuro, se opone un esplendoroso colorido y una luz resplandeciente en Murillo. A la rigurosa composición y perspectiva en Zurbarán, se contrapone en Murillo la sencilla libertad y lo vaporoso de su composición. A ambos grandiosos pintores los une sin embargo una característica prevalente: su realismo costumbrista, su autenticidad en los modelos y en los temas. No hay en ¡ninguno de los dos! ni truco ni tramoya, sino una verdad religiosa y humana sin paliativos, más humorística y tierna en Murillo, más severa y ascética en Zurbarán.

En Música, la contraposición entre Victoria y Morales no resulta tan acusada, pero puede afirmarse que Victoria es más so- brio, majestuoso, profundo, dramático e hipnótico, mientras que Morales se nos muestra más colorista, sutil, sugerente, angelical y etéreo.

Como puede observarse, los paralelismos y las diferencias son notables, pero acompañar la contemplación de un grave e impresionante Cristo de Zurbarán (o alguno de sus retratos de Santos o naturalezas muertas) con la escucha de un imponente Motete de Victoria, supone y significa a un tiempo el complemento y la antítesis de escuchar un Motete de Mora- les y arrobarse ante la gracia y la cautivadora pureza inconmensurable de, por ejemplo, La sagrada Familia del pajarito de Murillo. Qué gran fortuna, queridos lectores, que tan soberbios maestros de lo sagrado, lo místico y lo trascendente, pintores y músicos de nuestra Edad de Oro, formen parte esencial del legado inapreciable de la cultura española.

* La gravedad y la gracia es el título de un extraordinario libro de la escritora y pensadora francesa Simone Weil (Ed. Trotta).

La Pintura, que fundamenta su esencia en la luz y la Música, que basa su esencia en el sonido, parecen ser dos disciplinas artísticas distantes y contrarias. Aún más, la Pintura, a lo largo de muchos siglos de su Historia, es “concreta” (naturalezas muertas, paisajes, retratos…) y la Música, por el contrario, es abstracción pura y poderosa (y en el siglo XX se torna “concreta”, como la pintura se hace “abstracta”) Sin embargo, podemos sostener sin duda la estrecha vinculación de Pintura y Música, a través de épocas, estilos y Maestros tanto de uno y otro arte, y lo haremos en algunos casos desde estas páginas, refiriéndonos al conocido fenómeno de la sinestesia, entendida libremente como percepción sensorial. Desarrollemos a continuación un singular ejemplo gracias a dos grandes artistas españoles: Sorolla y Granados.

Así, contemplar un cuadro de Joaquín Sorolla puede provocarnos la “audición” espontánea de la música de Enrique Granados (o recordarnos mentalmente su “sonoridad”). De igual modo, escuchar una pieza musical de Grana- dos puede evocarnos la luminosidad de un cuadro de Sorolla (o en algunos casos provocar una “imagen” mental de un cuadro concreto). Una misma época, una atmósfera similar, una esté- tica paralela y, sobre todo, como decía Stefan Zweig, una cierta nostalgia del mundo de ayer, irremisiblemente per- dido, están presentes, además, en las obras de ambos artistas, el pintor y el músico. Así, el pincel de Sorolla sobre el lienzo puede ser el equivalente de la mano derecha de Granados sobre el teclado del piano.

Lejos del tópico, justificado y justificable de asociar a Granados con Goya, ya que Granados, pintor aficionado, estuvo sumergido en el peculiar universo estético de Goya mucho tiempo, debido a la composición de Goyescas, puede afirmarse de una manera rotunda el paralelismo o identificación entre la luz resplandeciente y la gama cromática de los cuadros de Sorolla: Paseo a la orilla del mar, Niños en la playa o Idilio en el mar, entre otros (teñida a veces de una suave melancolía), y la delicada y exquisita línea melódica y la armonía de Granados, coloreada a su vez de una cierta nostalgia en su música para piano (Danzas Españolas, Escenas románticas, Valses poéticos, Cartas íntimas, etc.). Época, estilo y sentimiento equiparan y entrelazan a estos dos gigantes de la cultura española de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, que no son ajenos al sentimiento crepuscular del final de una época (el siglo XIX) y a la incertidumbre de la apertura de una nueva (el siglo XX). Tanto en la pintura del uno como en la música del otro, no se abraza, sin embargo, el academicismo, sino que se expone lo mejor del Arte del siglo XIX, es decir, el respeto por exponer de la forma más elegante, refinada y emocionante posible (sin cursilería ni sentimentalismo) la sensibilidad humana y el reflejo de toda una época.

Por otra parte, Sorolla, gran retratista y formidable paisajista y Granados, magnífico evocador de ambientes y de una exquisita expresividad en su música (fue calificado por la crítica anglosajona como el “Chopin español”), se convirtieron en artistas españoles triunfantes en Nueva York, la nueva metrópoli económica y cultural emergente (en clara competencia con París), que comienza, a principios del siglo XX, a albergar a grandes figuras europeas (como Gustav Mahler). Así, Sorolla recibió el mecenazgo de Huntington y Granados pudo estrenar su ópera Goyescas antes de morir trágicamente en el hundimiento del Sus- sex. Ambos compartieron un triunfo en vida de su apuesta artística y en esencia, representan lo mejor de su tiempo. El empuje de las vanguardias del incipiente y convulso siglo XX y el estallido de la Primera Guerra Mundial les dejaron sin continuadores estéticos de su altura y relevancia. No cabía ni mejor pintura ni mejor música en su estilo: ambos, Sorolla y Granados agotaron el “estilo romántico” si es que puede calificárselo así (ya hay rasgos impresionistas ligera- mente acusados en Sorolla y armonías
audaces en Granados).

Finalmente, podrá afirmarse que hay otros paralelismos posibles entre la refi- nada y nostálgica música de Granados y la obra pictórica de otros pintores españoles (quizá Rusiñol, más lejanamente Darío de Regoyos), pero es indudable que percibir la resplandeciente luz de un Sorolla, sus figuras, la ligera brisa del mar, el reflejo de la luz en el agua, solo tiene parangón y equivalente musical en las deliciosas piezas para piano de Granados, su verdadero alter ego musical. En ambos es palpable el declinar de una época y para nosotros queda disfrutar de lo que en este período tan vulgar que nos ha tocado vivir es un regreso a un apacible paraíso perdido, el mundo de ayer.

Luis Agius