Mujer tocando el laúd junto a la ventana

Contemplar un Vermeer es escuchar la música del silencio. La luz, el color, la perspectiva, el “aire” de sus lienzos, que representan casi siempre escenas domésticas, privadas e íntimas, invitan al observador a la contemplación silenciosa y le animan a querer penetrar en el cuadro para disfrutar de la serenidad que transmite y, también, por qué no, a la meditación y al retorno a un remoto pasado. Sin embargo, pese a este silencio pictórico en que lo musical parece no tener lugar para el espectador, la música no le es ajena al gran pintor de Delft, uno de los más grandes maestros del primer Barroco.
En efecto, Johannes (Jan) Vermeer (1632-1675) hombre reservado, católico rodeado de protestantes, hijo de un marchante de cuadros y uno de los pintores más sutiles en el manejo de la luz (con el consabido uso de la “cámara oscura”) y el color (en suaves tonalidades cálidas o frías) y poseedor de una calculadísima técnica de diminutas pinceladas, fue un gran amante de la música. De esta afirmación tenemos una prueba razonable en que de sus escasos y magníficos 35 lienzos catalogados, alrededor de más de un tercio, entre los que destacan La clase de música interrumpida (1660-61), Mujer de pié tocando un virginal, El concierto (1665-66), La clase de música, Mujer sentada tocando el virginal (1673), Mujer con guitarra (1672) y Mujer tocando el laúd junto a la ventana (1664), presentan motivos musicales inequívocos, generalmente estáticas figuras femeninas en interiores domésticos: lecciones de canto, personajes que tocan en un consort camerístico, toda una amplia gama de instrumentos de cuerda (laúd, viola da gamba, una primitiva ”guitarra”…) y tecla (virginal) y un único de viento-madera (una flauta barroca “a bec”) y un sorprendente “trombón” natural en el cuadro El arte de la pintura.

La Música, por tanto, está físicamente representada en la obra pictórica de Vermeer como un elemento más del tranquilo discurrir de los días en el siglo XVII y, sin embargo, extrañamente no está representada pictóricamente ni como una alegoría festiva o simbólica protagonista del cuadro, ni se le rinde homenaje, se la ensalza o es metáfora de un “algo más” oculto, como era por otro lado natural en otros grandes maestros del pasado o de la época (Tiziano, Caravaggio, Poussin, Rembrandt).

Los elementos y las escenas musicales que representa y los instrumentos que dibuja son para Vermeer un mero pre- texto para mostrarnos la serena y recoleta vida de su tiempo en los Países Bajos, una época y una sociedad volcada en lo íntimo, lo privado, incluso lo secreto (sociedad que, por cierto, la ambición belicista del arrogante y despótico Luis XIV rompió en mil pedazos con una brutal invasión militar de Holanda, que supuso el comienzo de la ruina económica de Vermeer hasta el final de sus días).
En todo caso, parece evidente que los personajes que Vermeer pinta parecen obligados a recluirse o aislarse en sus acogedoras casas holandesas (rodeadas de porcelanas, tapices, cuadros e instrumentos musicales), que aparecen en los lienzos del gran maestro como espacios “de silencio”. Esos personajes que practican o cultivan la música en lo íntimo de su hogar lo hacen “en silencio”, tocan música que no es audible por supuesto, pero ni siquiera imaginable para el espectador. No hay, pues, sinestesia, ni imagen mental sonora. Lo que nos llega es una admirable paz, una atmósfera íntima y solo tiempo después de haber aban- donado la contemplación de estos lienzos, una pavana de Sweelinck o quizá las Variaciones Goldberg de Bach (muy posteriores a Vermeer), pueden surgir de la visión de un cuadro del gran pintor holandés.

Al mirar un Vermeer, no escuchamos la música de Sweelinck, ni la de Cornelis Schuyt, Buns, van Noordt ni una pavana de Dowland o quizá algún madrigaletti de Rossi. Por contra, contemplar un Vermeer nos aporta un eterno presente silencioso, incluso cuando vemos en uno de sus más originales y “modernos” cuadros a una mujer siem- pre elegantemente ataviada y enjoyada, que afina su laúd a media luz; o mejor entre la sombra y la luz, a punto de ofrecernos una delicada y melancólica tonada que nunca llegará a nuestros oídos y a la par, ofreciéndonos eterna- mente una delicada y silenciosa escena, captada a hurtadillas.
Nunca en la historia de la pintura un pintor tan melómano como podemos suponer que fue Vermeer, por su soberana sensibilidad artística, rindió tan gran tributo al silencio en su pintura, rindiéndolo a la vez a la música. Así, para nuestra sorpresa, en la tapa de uno de sus extraordinarios virginales, detalladamente pintados, puede leerse en latín (convenientemente ampliada) esta inscripción: “La Música es compañera de la alegría y bálsamo contra el dolor”. Nunca el silencio ha sido, gracias a un pintor, tan sencillo de escuchar.